21 de junio de 2006

Dos mil personas

No sé por qué pero gracias a que una noche ayudé a una persona en realidad ayudé a dos mil.

Fue de la forma más egoísta y desinteresada. Y lo único que me pregunto es por qué ella y no otra. Pues nunca había hecho algo así, ni lo había visto hacer. Y mucho menos tenía el remoto pensamiento de hacerlo. ¿Cómo? Lo cierto es que le eché mucho coraje. Nunca y repito nunca he sido capaz de hacer algo así. Es increíble. Pero todo un hilo de casualidades prosperas y enlazadas hicieron que todo sucediera. Suave, lenta y fluida.

¿Cómo no pararse? Me sorprendo pensando. Una débil maraña de trapos sucios temblaban agonizantes. Con una mano pequeña, de lo delgada, se elevaba en lo alto. Sin pedir nada, en realidad. Tal vez un suspiro redondo que le diera de comer.
La noche oscura se iluminaba con cientos de farolas anónimas y la brisa fresca despedía el frío pasado. Calles vacías de gente conocida llenaban una ciudad nueva. Claro, fue eso y no otra cosa la que me hizo parar: la soledad. La soledad y el frágil bulto de lo que se adivinaba una piel joven con unos grandes ojos cansados. Entornados. Casi cerrados.
Pasó un buen rato. No podía parar de observar. Hasta que nuestros ojos se miraron. Un respingo me despertó y me sonrojó. Fue entonces cuando sin pensarlo y con arrojo logré acercarme. No es el miedo, en este caso no. Pues casi parecía que el delicado viento se la llevaría poco a poco como una figura de arena borrándola para siempre. Fue sin duda la timidez. ¿Cómo atreverse a molestar a una persona desconocida con una invitación a cenar?, ¿con qué derecho? Pero esa noche, y no otra, yo necesitaba cenar con alguien. El hecho de que se fijara por un instante en mi presencia creó un impulso nacido de la vergüenza que hizo que doblase las piernas para estar a su altura y preguntarle: “¿Sería tan amable de acompañarme a cenar? Pues cenar en soledad una noche como esta me resulta muy triste”.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
No sabía qué hacer: volver a pronunciar más alto lo dicho, levantarme e irme…o, quién sabe, igual en ese instante había respirado por última vez. - ¿Qué?- Fue todo lo que oí. Fui yo la que volvió a respirar.

Caminaba con la espalda encorvada y arrastrando los minúsculos y pesados pies. Apenas alcanzaba mis hombros. Pero erguida debía ser como yo o incluso más alta. Por suerte el restaurante del que quería vengarme estaba a la vuelta de la esquina. Sino no hubiéramos llegado nunca; y digo nunca, al menos ella.
No fue nada fácil hacerles entender que o cenábamos allí o le montaba una fina. Que una quieras que no tiene sus recursos. Y la mala publicidad hace mucho daño. Pero fue un rincón alejado, fuera del salón, en un patio de luces, en la ventana de la cocina donde nos encontraron el único lugar libre en la habitación medio vacía,…no llena.
Un rectángulo alargado dejaba ver el cielo y el brillo de la luna o la ciudad. Temía que mi invitada pasara frío. La senté en el lado de la ventana para que el calor de los fogones calentara su espíritu y el aroma de las especias anulara su olor. Por qué iba yo a poner reparos a esa velada iluminada por la bombilla de la cocina.
No dijo nada. No miraba nada. Sólo se dejaba llevar, y sólo los platos cuando estaban vacíos. La agradable cocinera, que nos pasaba la comida a través de la ventana, nos hizo un menú especial para el estomago de mi compañera. Exquisito.

En la calle ella parecía mi sombra. Pegada a mi lado izquierdo se movía con algo más de ligereza y altura. Casi podía ver su rostro. Gracias. Gracias. Gracias. Igual sólo fue mi imaginación.

Dejé caer el agua para que se mezclara bien con el jabón. El calentador de la vieja casa que podía alquilar no funcionaba bien. Llenamos una bolsa de plástico negro con todo lo que llevaba puesto. Bien cerrado bajé a tirarlo. Cuando entre en el cuarto de baño, con su permiso, vi a una chica joven de ojos altivos y hundidos. El cabello oscuro se pagaba a su cuerpo largo y fino. Lloraba. En silencio. Sus lágrimas inundaban la bañera de gratitud renovadora.

No me faltaba el dinero para las dos. El empleo que había conseguido era bueno en todos los sentidos. Y su compañía reconfortable. No pasó mucho tiempo para que hiciéramos amigos. Aquí y allí. Poco a poco y con esfuerzo fue haciéndose un hueco en el mundo. Su gran oportunidad llegó a su corazón. Comenzó a trabajar de lo que más deseaba, ayudando con su experiencia a dos mil personas a que el día a día fuera más soportable.

¿Qué le llevó hasta aquella calle? No lo sé. Pero hay heridas que sangran eternamente y sólo se pueden coser con cariño.
Seguramente no fui yo la que ayudó a una persona sino dos mil las que nos salvaron.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Lo cierto es que vine a tu blog para poner una frase nueva que escuché, y que pensé que igual podrías publicar.

Al entrar, vi el cuento y recordé que me lo habías comentado ayer. Así que me he puesto a leerlo.

Heridas cosidas con cariño... ufff... bonito, sí :) tremendamente duro, pero muy bonito...

¿Sabes? Ya no me acuerdo de la frase que iba a escribir, pero tampoco importa. Al salir de tu blog, me llevo un montón de cosas en las que pensar.

La visita mereció la pena, después de todo.

Besos, y sigue escribiendo..

P.D. Hoy empieza el verano.

Anónimo dijo...

No sé cuantas veces me he visto envuelta en una situación como la que cuentas.....y como me hubiera gustado tener valor.
Seguí andando con la cabeza baja, nuestros mundos no parecen los mismos, mentira cochina

Ha sido una sorpresa tu blog, ahora que tengo la dirección me meteré amenudo asi que escribe un poquito más, nos vemos y un besin